Admito ser uno de esos hombres que con 27 años aún no sabía conducir. Vivía en un mundo diferente, sin prisas y a mi ritmo. Y hasta los 28 no me he sacado el permiso. Durante 10 años he sido ese amigo al que todos llevan en un momento u otro; aunque más que nada he sido un caminante. Como pasajero mi destino no dependía de mí, sino de otros. Yo sugería, pero no decidía. Y cuando podía hacerlo, era usando mis piernas como vehículo. En mis tiempo de jugador de baloncesto caminaba a diario con mi pelota, botando de arriba a abajo en todo rincón posible. También me sobrevuela algún recuerdo de mi época de árbitro de fútbol, caminando de un pueblo a otro cada fin de semana, cansado tras dos o tres partidos. Todo para evitar esperar dos horas al autobús. Tanto era caminar parte de mí, que una vez incluso volví caminando de Francia a España cruzando los Pirineos. Conducir lo cambia todo. Las comodidades, la velocidad, el tiempo ganado; pero también la sensación de certidumbre. Seamos o